Notas al programa – 24.08.2014

Mozart llegó a Mannheim el 30 de octubre de 1777, acompañado por su madre; aunque iba camino de París -donde esperaba encontrar un buen puesto de trabajo-, se quedó en la ciudad inesperadamente durante cuatro meses y medio. Allí, el holandés Willem De Jong, pudiente médico y flautista amateur, encargó a Mozart la composición de “tres conciertos cortos y fáciles y unos cuantos cuartetos con flauta”. En la correspondencia con su padre, el compositor de 22 años, ocupado en disfrutar de la intensa vida musical de la ciudad –hogar de su admirado Cannabich- y de su nueva relación con la cantante Aloysia Weber (hermana mayor de su futura esposa), se declaraba sin motivación para componer para un instrumento que, según decía, no le gustaba en el rol de solista. En los dos meses que tenía para completar el trabajo, sólo entregó los cuartetos incompletos, un concierto original para flauta y otro concierto que era una pura transcripción de su concierto para oboe del año anterior, por lo que recibió menos de la mitad del precio inicialmente fijado.

Los tres cuartetos compuestos para De Jean son los de Re, Sol y Do; su calidad y riqueza melódica no dejan entrever ningún desinterés. Además, años más tarde (entre 1786 y 1787), Mozart se embarcó motu proprio en la composición de otro cuarteto, en La mayor. Todo indica que lo hizo por pura diversión, humorísticamente expresada en el título que dio al tercer movimiento: Allegretto grazioso, ma non troppo presto, però non troppo adagio. Così-così-con molto garbo ed espressione.

Comprobaremos hoy al escuchar las cuatro obras que, paradójicamente, Mozart hizo brillar a la flauta sin igual, en texturas limpias y transparentes, con cantilenas tan bellas como el adagio del cuarteto en Re, acompañado íntimamente por el pizzicato de la cuerda.

Irene Benito

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